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Un perro ladrándole a las paredes Cuando salió del departamento se fijó en una grieta de la pared del vestíbulo. "Siempre estuvo ahí", pensó, y se relajó con la idea de que si nunca lo atormentó, menos lo haría hoy. "Las cartas ya están echadas", balbuceó al salir del edificio. Siguió su rumbo con paso enérgico. Sabía perfectamente donde acabarían sus pies. Paradojalmente, esto le devolvía las esperanzas; tenues, de corta vida, pero esperanzas al fin y al cabo. Esperanzas de esas que sólo al final se pierden. ¿Ilusionarse ahora? No era para menos, se había ido a vivir, o a sobrevivir el frío invierno europeo, sin aún dejar atrás la primavera otoñal del cono sur. Echó a rodar por las calles blanquecinas y por los cielos grises, con la nariz como frutilla, resollando frialdad seca y resbalando por los adoquines. Ahora, de regreso a casa, iba mirando intensamente cada cosa que se le ponía al frente, ya sin pensar en que todo eso podría desmoronarse a sus pies, como yeso al vapor. Desmoronarse como hasta hace poco, quizá hasta ayer, cuando salió buscando la universidad a tientas en la neblina y sin fijarse en el entorno que se tejía a su alrededor, como si la niebla se cristalizara ante su cuerpo y lo envolviera, cabizbajo, gris y melancólico. Mucho menos se fijaba en los tejidos nocturnos, cuando venía de vuelta con la mirada clavada en el pavimento y restregando sollozos en la escarcha. Esta vez, hoy, aquí y ahora, pensaba en aromas lejanos, pero traídos al presente por luces de neón, gaviotas traviesas y piletas rodeadas de calles espumosas. El brillo del carro de maní serpenteando por las humaredas de la cúpula helada bajo la carpa morada que cubría la ciudad, los enanos gritando al salir de la escuela, garabateando sobre los papeles. En una de esas miradas encandiladas por los neones, viró por un reflejo más que instantáneo hacia un cine incrustado en el empedrado urbano. Miró un afiche con el rostro de una mujer de piel blanca y azucarada, de labios sinuosos y cabellos rubios, que yacía en el desquicio, que yacía en el desquicio de una ventana en penumbra. "¿Por qué no? ", se dijo a sí mismo. Todavía era tiempo de darse un gusto? Surgió un silencio en su cabeza. Miró hostil y displicentemente ese rostro, una expresión que por mucho tiempo le fue esquiva. ¡Plash!. Segundo fatal que lo devolvió al pasado, que penetró en su esófago y lo acuchilló hasta sacarle lágrimas. Pero el presente podía gritar, y en su oído sintió "TODAVÍA ES TIEMPO DE DARSE UN GUSTO". Y le hizo caso al presente. Una vez dentro del cine, listo para degustar (o más bien repetirse) el plato, comenzó a seguir a la alguna vez pequeña mujer de piel azucarada. La siguió sin condiciones, ahora en otro idioma, con las frases cambiadas, para llegar a la escena del desquicio y verla contonear sus jugosos labios carmesí. Y así por mucho rato. Si esta vez la película era un momento de respiro, también lo había sido en Chile, cuando en otro idioma contempló la misma piel en azúcares, en una de esas noches, cuando comenzó el lluvioso calvario, el que lo llevó muy lejos de casa. Ahora se acordaba de su pequeña de piel canela y ojos violeta. Mascaba las cabritas de maíz con una sonrisa cuasi maliciosa, que rectificaba la convicción que se había jurado la noche anterior. Porque las cartas ya estaban echadas. Por un momento, vil y frágil, se sintió bastante vivo, tremendamente vivo, aunque el horno no estuviera para grandes cosas. Pero por primera vez en un mar de frágiles momentos, entre noches de piedra de y mañanas peligrosas y movedizas, no escuchaba a Gardel cantarle al oído "La historia vuelve a repetirse". Cuando acabó el éxtasis, al salir del cine, sólo se dejó guiar por la luz del frente, forzándose a no mirar el cielo nublado. Se sentó en una mesa junto a la ventana y desde ahí gritó: ¡ Una cerveza!. Hubo un silencio. Todas las miradas se clavaron en él. Recién en ese instante cayó en que nada era como antes, que no estaba en Chile, en que ahora no podría tomarse una cerveza junto a la ventana mirando las minas que en primavera comienzan a aligerar la ropa. Luego de un rato llegó la cerveza. Se resignó a no poder penetrar con la vista esos abultados ropajes que llevaban las suecas. Se envolvió los puños en las botamangas y sumergió sus labios en la espuma. Empezó a forjar en su mente un vaivén de corrientes mentales, de esas que se extienden hasta sacar lágrimas de los ojos? Reavivó el conflicto que ya había resuelto a fuerza de sudor y llanto. Se había gastado meses, largos y anchos días en pensar cuán esquivos eran los ramos de flores, cuán cerca llegaron a estar de sus manos, a veces? Sintió ganas de romper en lágrimas. La fuerte calefacción del bar, la gruesa vestimenta y el bochorno que llenaba su cara le hacían pensar que lloraba ahogado en la mierda. Quiso perderse en el velo del aire tibio y llorar en un pasaje frío, invisible dentro del bar. Quería diluirse entre las partículas del aire y volar hasta sentarse sobre el wurlitzer y golpear cada atisbo de música, haciendo que los goterones de sus ojos perforasen la espuma infranqueable de la cerveza hasta dejarla como un colador, bebérsela lo más salada posible. "¡Tonteras!". Las cartas ya estaban echadas, imponentes sobre la mesa. Qué importaban las minas arropadas. Salió del boliche y echó a andar por el pasaje de los adoquines, sorteando faroles y vitrinas. Avanzó sigilosamente grabando sus pisadas en la escarcha. Comenzaron a aparecer los olores en la densa niebla, olores que lo envolvieron en auras amorfas y pasos confiados. Se quitó el gorro. Su cabello se amoldó al tenue viento y comenzó a esbozarse en él una sonrisa etílica. Caminaba equilibrándose en el borde de la vereda. Hizo un par de pucheros como para hacer fuerzas y sostenerse cada cierto rato. A veces soltaba una que otra inexplicable carcajada. Se oía de lejos una musiquilla de esas que a él le hubiese gustado escuchar una y otra vez, para envalentonarse y caminar por las calles sin miedo alguno. No lo oía claramente, ni menos entendía lo que decía, pero estaba latente. Caminó dos pasos a la izquierda, siguió hacia el fondo: un tumulto, un grupo de gente. Se abrió paso y fijo la mirada en una mujer que exprimía su voz virtuosamente. Un tipo la acompañaba con un instrumento que le fue imposible distinguir porque unas lagañas nubosas tapaban sus ojos. ?los desesperados, que renguean la frialdad/ que se emborrachan con puestas de sol jugosas/ que guiñan intermitentemente./Lloran cuando se emborrachan/ y se emborrachan para no llorar/ sobre el sol rabioso que encamina ilusiones//, fue todo lo que alcanzó a traducir. La última parte quedó grabada en su mente. Se quedó parado ahí, absorto. Prendió un cigarro. Torció la cabeza para pensar. Miró al cielo. No había sol. "Hay que encaminar las ilusiones", pensó, y salió corriendo, atropellando a todo aquél que se le cruzara. Volvió al callejón principal, y siguió hacia el fondo, hacia su casa. Corrió hasta deslizarse en la escarcha y caer arrodillado sobre una pileta. Escupió el cigarro. Sumergió la cabeza en el agua y luego se secó con la bufanda. Prendió otro cigarrillo. Siguió camino hacia el edificio, y al entrar a éste recibió una bocanada de aire tibio. Entró a su departamento, tiró al suelo el abrigo, el gorro y la bufanda. Se quedó sentado en el vestíbulo para descansar de la carrera que había tenido consigo mismo. Aún habiendo descansado, los latidos de su corazón no cesaban. El aire se iba haciendo espeso, sólo sus propios suspiros lo hacían digerible. Miró al centro de la pared que tenía a al frente suyo, y descubrió un suave río donde descansar; vertiginoso, profundo y chispeante, donde podría navegar infinitamente: la grieta del vestíbulo. Sí, la misma de la mañana. Comenzó a recorrer el río con los ojos aquí y el alma allá, incrustada en la pared. Los ojos le estallaban en sal, y su garganta era testigo del grosor de una promesa inquebrantable. Nadaba en el río velozmente, sintiendo en su pecho el palpitar de imágenes grises, ausentes y nunca presentes, nostalgias de no sé cuando y no sé donde. Llegado cierto momento, la grieta comenzó a mimetizarse con la pared, y el río, era ahora una carretera. Él, se convirtió en un camión, corriendo a gran velocidad, como un amo de las rutas. Avanzó hasta llegar a un túnel. Sintió que su cabello se amoldó al suave viento y percibió el peso de una gran mochila sobre su espalda. Percibió también que, en menos de un segundo, había dejado de ser camión, que iba colgando de éste, atado por una soga. Llevaba puestos unos zapatos de acero. Sólo los sintió, porque la oscuridad era infinita, el flujo visual se extraviaba en el ir y venir del color negro. El camión aumentó la velocidad y el túnel comenzó a teñirse de otros negros, más suaves, pero aún impenetrables con la vista. Se oían cada vez más fuerte los chirridos que provocaba el contacto de sus zapatos con el pavimento. Saltaban chispas, esquirlas de sus pies. El acero empezó a romperse, la carretera devoraba sus dedos. El camión seguía. El negro pasó a ser gris. Gris, adornado con las majestuosas siluetas de árboles gigantes, hileras interminables. Horas después, los árboles grisáceos habían desaparecido. Había una blanca devastación. Cuando estuvo conciente del blanco aquél, divisó un agujero negro que crecía sobre sus ojos, como otro túnel. Cuando ya sólo le quedaban los tobillos, el camión frenó. Entonces el cañón oscuro lanzó su bala, potente e implacable, que pulverizó todo lo que era blanco, lo que era gris, lo que era negro, dejando sólo espuma color celeste. Nicolás Gutierrez Nercón email: uka@netnow.cl |
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